Las protestas convocadas bajo el lema «Rodea el Congreso» han supuesto, a lo largo de las jornadas del 25, 26 y 29 de septiembre, la reactivación del tejido crítico previamente movilizado frente a la crisis económica y de legitimidad del sistema político. Pero, además, se han convertido en un laboratorio de experimentación de una vuelta de tuerca en la política represiva que ya se había aplicado previamente en Cataluña.
Los días previos al 25S dan una pauta del nuevo giro. En la manifestación contra los recortes del 15 de septiembre, cuatro personas fueron detenidas por exhibir una pancarta con el lema «25S: Rodea el Congreso». El día siguiente, cuarenta personas fueron identificadas por la policía mientras asistían a una asamblea de la Coordinadora 25S en El Retiro; veinticinco de ellas decidieron interponer una denuncia en el juzgado de Plaza de Castilla y el 21 de septiembre ocho de los filiados recibieron citaciones de la Audiencia Nacional en calidad de promotores de la movilización. El asedio a los participantes en las asambleas se repitió el domingo 23.
La mañana del 25S el Congreso amaneció cercado. Hasta nueve autobuses de personas que pretendían asistir a la movilización fueron retenidos en los accesos a Madrid, siendo sus pasajeros identificados y cacheados. Las sucesivas cargas de la primera jornada dejaron un saldo represivo de 35 detenidos, que a día de hoy han sido remitidos a la Audiencia Nacional tras un tenso rifirrafe entre juzgados. En esta movilización hubo más de un centenar de heridos; a ello hay que añadir tres detenidos en la jornada del 26 y dos en la del 29, además de varias personas heridas de nuevo en las cargas. Las imágenes de la brutalidad policial no solo dieron la vuelta a Internet, sino que saltaron a los informativos y a la prensa internacional, generando tan solo agradecimientos de Interior a la labor de sus agentes y del presidente del gobierno a «la mayoría silenciosa que no se manfiesta».
Cabría pensar que la secuencia policial-judicial a la que hemos asistido en estos días se inserta en marcos del absurdo: que sea el Ministerio del Interior quien decide qué tribunal y por qué delitos es competente un juzgado, nos remite a tiempos de los que mejor no acordarse. Al mismo tiempo asistimos, tras los indisimulados esfuerzos por ignorar los principios de la separación de poderes, a la rearticulación de una lógica represiva que se denomina «Derecho Penal del Enemigo»: cuando el Estado enjuicia a sus ciudadanos no por lo que hacen, sino por considerar que son peligrosos (los intentos de criminalización sobre la base de previsiones delictivas se apartan de los principios y normas de derecho penal que deben regir en un Estado que se reivindica “democrático y de derecho”). A ello hay que sumar la inquietante tendencia del propio Estado a incumplir sus propias leyes (detenidos que no son informados de los cargos que se les imputan antes de declarar, portavoces de sindicatos policiales apoyando el incumplimiento de la Instrucción 13/2007 del Ministerio del Interior que obliga a las unidades policiales a ir debidamente identificadas) y a extrañas incongruencias judiciales (procedimientos abiertos por delitos de resultado antes de que se produjera el resultado), mientras planea la anunciada reforma del Código Penal, que endurece los delitos que afectan a los participantes en movilizaciones sociales.
Cuando Rajoy agradeció su silencio a «quienes no protestan», no pudo ignorar que son las mayorías silenciosas las que sustentan con su indiferencia a los Estados autoritarios. Son, al contrario, las minorías críticas las que hacen posible, con el ejercio público de su disenso, que una democracia pueda denominarse así. Si el precio del ejercicio de derechos es una represión policial inaudita y una ofensiva judicial de tal calibre, al menos nos queda la esperanza de que un sector creciente de la ciudadanía no renuncia a seguir reivindicando espacios de libertad.
Comisión Legal Sol